Hacía mucho tiempo que no veíamos en el Perú un vendaval populista de la magnitud que nos está ofreciendo el nuevo Congreso. Es comprensible que los congresistas deseen mostrarse activos y sintonizados con las demandas de la población, pero ello no debe motivar la aprobación de iniciativas legislativas apresuradas e insensatas. El riesgo es que en los 14 meses que le quedan por delante, se pueda perpetrar un daño que torne aún más difícil la recuperación de nuestra economía pos-COVID-19.
Su presidente ha justificado este sesgo populista sosteniendo que solo están reaccionando ante el “clamor popular”. Este existe, indudablemente, ante las múltiples necesidades insatisfechas, agudizadas en medio de la pandemia. Pero precisamente el arte de legislar consiste en producir buenas leyes sobre la base de estudios técnicos solventes y siguiendo un debido proceso de amplia deliberación y riguroso análisis, donde se sopesen con transparencia argumentos, se discutan otras medidas potencialmente más eficaces y menos costosas para lograr el objetivo buscado, se evalúen costos y beneficios y se identifiquen eventuales efectos no deseados de la propuesta.
Nada de esto viene ocurriendo. Basta ingresar al repositorio de proyectos de ley del Congreso y revisar aleatoriamente varios de ellos para constatar la ligereza de las propuestas, la pobreza de las exposiciones de motivos y la ausencia absoluta del análisis costo-beneficio exigido por nuestro marco normativo. Este se ha reducido a una frase: “el proyecto no irroga gastos al Tesoro”, como si el único costo posible fuera el fiscal. La ley que suspende el cobro de peajes administrados por concesionarios es un buen ejemplo. Los únicos beneficiarios durante la emergencia son los transportistas de carga privados. En el corto plazo, obviamente que hay un costo, que lo asume el concesionario. Pero es previsible que este demande una compensación al Estado y, muy probablemente, de terminar el caso en un arbitraje, lo gane. Incumplir contratos es oneroso, como lo acaba de experimentar la Municipalidad de Lima frente a Rutas de Lima por un tema incubado en la gestión anterior, pues deberá pagar S/230 millones.
Peor aún, se está incurriendo cada vez más en la peligrosa práctica de exonerar proyectos de su envío a comisiones. Es precisamente en este espacio donde se convoca a especialistas y partes interesadas formalmente representadas, se invita a representantes del Poder Ejecutivo, se revisan experiencias y se hace transparente el debate. En un Congreso que, salvo honrosas excepciones, carece de parlamentarios experimentados o con credenciales profesionales reconocidas, la exoneración de ese trámite es aún más riesgosa. Además, aprobaciones entre gallos y medianoche facilitan el pase de contrabandos mercantilistas, como la reciente norma que formaliza el transporte en taxis colectivos. Es difícil de creer que, en medio de la pandemia, una norma de esta naturaleza pudiera ser considerada urgente –peor aún, cuando por las características de ese servicio muy probablemente contribuirá a la expansión del virus–. Esta incontinencia de iniciativas legislativas populistas sobrepasa el ámbito económico, por cierto, e incluye propuestas, como el retorno al servicio militar obligatorio, que afectan los derechos individuales de las personas.
Legislar por impulso genera un riesgo regulatorio inmenso, sobre todo cuando estamos atravesando la peor crisis económica mundial desde la Gran Depresión. Apoyo Consultoría estima que el PBI caerá este año entre 14% y 20%. Así como la fría cifra de un terremoto de ocho grados no se entiende hasta que videos y fotos nos muestran su efecto devastador, ese nivel de contracción de la producción solo lo comprenderemos en su real dimensión cuando en los siguientes meses veamos en las calles y noticieros imágenes que reflejen el retorno a niveles de pobreza que no veíamos hace más de una década, cuando presenciemos quiebras de empresas que conocemos y cuando tengamos a muchos amigos y familiares desempleados sin opción de recolocación.
El daño del COVID-19 a nuestra economía dependerá de cuánto tiempo tome controlarlo y de cuán eficaz sea el proceso de apertura económica –que, lamentablemente, está muy trabado por las carencias de capacidades de gestión en carteras claves para la actividad productiva–. Cuando la pandemia haya desaparecido, corremos el riesgo de que la inversión privada –motor indispensable para la reactivación, generación de empleos y recursos fiscales– encuentre que las reglas y garantías básicas para el buen funcionamiento de la economía han sido socavadas.
Como lo han anotado varios analistas políticos, el Gobierno es corresponsable de la gestación de este Congreso. Pero lo es más de no haber hecho un trabajo político mínimo para acercarse al Congreso y construir relaciones con bancadas y congresistas que se constituyan en interlocutores válidos del Ejecutivo. Pareciera que es tarde para ello y que solo cabría espacio para los gestos políticos –modalidad predilecta del presidente Vizcarra de hacer política–. Cabe preguntarse si, así como estuvo dispuesto a hacer cuestión de confianza por la institucionalidad política, estará dispuesto a hacerlo por la económica.
El presidente Vizcarra debiera ser consciente de que los recursos fiscales que el Estado hoy dispone y que orgullosamente utiliza para apoyar a las familias y la actividad productiva en estas difíciles circunstancias –en volúmenes que la gran mayoría de países latinoamericanos no tiene– son ahorros públicos inéditos en nuestra historia, acumulados, mal que bien, gracias al modelo que los congresistas parecieran pretender destruir.