Columna en El Comercio
En el 2021 la economía mundial crecerá entre 4 y 5%. Será un proceso de recuperación moderado y muy diferenciado entre países, en función de los espacios que tengan para sostener políticas fiscales y monetarias expansivas y de la eficacia de la vacunación , entre otras variables. Dentro de esa heterogeneidad, destaca la reactivación de la economía china, que crecería en 6,5%. Esto es relevante para el Perú, pues el dinamismo de este país –y de Asia en general– conlleva una mayor demanda de materias primas, lo cual, en un contexto de restricciones de oferta de estos productos y bajas tasas de interés, genera una presión alcista de metales básicos, como el cobre. Lamentablemente, y a diferencia del período 2003-13, aprovechar esta coyuntura no será fácil, porque en los últimos años hemos debilitado los cimientos de nuestra economía.
Entre el 2003 y el 2007 los precios de nuestros productos de exportación aumentaron en promedio en 130%. La economía peruana creció, en promedio, 6,2% entre el 2003 y el 2013. La inversión privada aumentó a un ritmo promedio de casi 13% al año, creando empleos formales, reduciendo la pobreza a menos de la mitad, expandiendo la clase media y generando una mayor recaudación fiscal que pudo aumentar el gasto público. El Perú estuvo preparado para aprovechar el boom, sobre la base de una política macroeconómica seria y prudente , un sistema financiero sólido, reglas de juego que promovían la inversión privada y una apertura comercial agresiva que permitía a los productos peruanos acceder a mercados relevantes en condiciones favorables.
En los últimos años, en vez de promover el desarrollo de nuevos motores de crecimiento –como la industria forestal y la acuicultura, por ejemplo–, nos hemos dedicado a socavar aquellos que estaban funcionando. La minería fue la primera víctima. Mientras que en el período 2003-13 se ejecutaron proyectos de clase mundial como Las Bambas, Antapaccay, Constancia y Toromocho, y se ampliaron Cerro Verde, Antamina, Toquepala y Shougang, hoy –una vez que se culminen Quellaveco y Minas Justa–, no tenemos ningún proyecto de esa envergadura listo para ser ejecutado. En realidad, sí hay uno, Tía María, pero, a pesar de que involucra US$1.400 millones de inversión y nueve mil empleos en su etapa de inversión, nuestros gobernantes lo rechazan porque no han sabido o no han querido hacer frente a sectores opositores minoritarios pero ruidosos.
Otras actividades indispensables para nuestro desarrollo también han sido afectadas, como la infraestructura, donde la lista de proyectos “a ser destrabados” se mantiene intacta desde hace años. En este caso se combina la degradación de la calidad de las instituciones públicas responsables –reflejada en muchos proyectos mal concebidos y en los serios problemas de ejecución de inversión pública– con los efectos de la corrupción, que generaron desconfianza, temor e inacción en los funcionarios públicos.
La agroindustria se convirtió súbitamente en la última víctima de la demolición de motores productivos. Esta actividad pasó de exportar US$346 millones en el 2000 a casi US$6 mil millones en el 2020, gracias a empresas que desarrollaron conocimiento e innovaron para lograr exportar exitosamente productos impensables hace 20 años –como uvas y arándanos–. Ejemplo de colaboración público-privada, el mayor generador de empleo formal en los últimos años, hoy ve su crecimiento limitado por una apresurada y defectuosa ley, que además agrava las dudas sobre la estabilidad en las reglas de juego que toda inversión requiere.
El Congreso y el Ejecutivo son corresponsables de esta demolición. El primero es un fiel reflejo de la descomposición de nuestras instituciones políticas. Su filosofía legislativa la resumió, con candorosa sinceridad, el congresista de AP Jorge Vásquez: “Yo me siento satisfecho con el trabajo que estamos realizando [se] está poniendo… puntos, leyes que ningún Congreso se hubiese atrevido a hacer si es que hubiésemos tenido un análisis eminentemente técnico”. El populismo irresponsable que transmite esta declaración no requiere de mayor explicación.
El Ejecutivo puso bastante de su parte. Vizcarra nunca mostró interés real en una agenda de competitividad y crecimiento económico. Las secuelas de su desastroso manejo de la pandemia nos perseguirán mucho tiempo. El inútil cierre extremo de la actividad productiva trató de paliarlo con la entrega de bonos a la población que suman casi S/14 mil millones –factura que se pagará en los siguientes años–. Su incompetencia en la fallida adquisición de las vacunas retrasará la recuperación económica del país y generará un daño irreparable a actividades como el turismo.
En los siguientes meses la economía mundial continuará recuperándose, con precios de metales favorables para nuestro país. En el Perú veremos si esta agenda populista y destructiva queda instalada como la nueva realidad de nuestra economía o si somos capaces de retomar otra, que nos reconduzca a un sendero de crecimiento y prosperidad y, de paso, a aprovechar ese entorno internacional propicio. Son caminos divergentes, como la historia de países como Argentina demuestra. Está en nosotros decidir qué rumbo queremos tomar.