Artículo en Gestión
Desde hace unos años, las empresas están adoptando un rol más activo en generar bienestar en las comunidades a las que pertenecen. Además de los beneficios asociados con su actividad productiva; como la generación de empleo, la formación de sus trabajadores, la innovación o el pago de tributos; las empresas realizan actividades relacionadas con el cuidado del medio ambiente, el fomento de actividades culturales, la promoción de la igualdad de género y la inversión en temas sociales. Michael Porter y Mark Kramer explican este comportamiento a partir del concepto de valor compartido: las empresas crean y comparten valor al modificar sus procesos productivos o invertir en proyectos sociales pensando no solo en el beneficio propio, sino en el de su comunidad.
Que las empresas adopten este enfoque es muy importante. Las Naciones Unidas enfatizan su rol como agentes de cambio imprescindibles en su entorno. Existe, además, una demanda clara por parte de los consumidores para que lo hagan. Por ejemplo, un trabajo de APOYO Comunicación del 2019 muestra que el 53% de los consumidores que habían realizado activismo contra las empresas en redes lo habían hecho porque percibía que estas no realizaban acciones firmes de responsabilidad social, lucha contra la corrupción, preservación del medio ambiente y reducción de la discriminación. Además, del 2019 al 2020, en el contexto de la pandemia por el COVID-19, el porcentaje de consumidores que había realizado activismo negativo pasó de 30% a 85%.
Poner en práctica el enfoque de valor compartido implica, algunas veces, modificar procesos productivos, y otras, implementar actividades ajenas a la operación principal de las empresas. Cuando estas capacitan a sus proveedores en el control de calidad de sus productos, por ejemplo, están compartiendo valor pues no solo obtendrán mejores insumos, sino que estos proveedores podrán utilizar lo aprendido para atender a cualquier cliente. Actividades menos relacionadas con su operación y que benefician directamente a su entorno incluyen la construcción de infraestructura educativa, el apoyo a los sistemas de salud, la contribución con el desarrollo de planes regionales, entre otras.
Sin embargo, algunas de estas actividades requieren un expertise y dedicación distintos al de las operaciones productivas; y por ello pueden implementarse con debilidades. Algunas empresas desarrollan proyectos dispersos, sin un plan previo. En algunos casos, las inversiones no son pertinentes para la comunidad; otras veces, se terceriza la implementación de las iniciativas sin un esquema de supervisión y monitoreo que permita hacer seguimiento a su ejecución. También sucede que los resultados de estos esfuerzos no se miden, por lo que su visibilidad es muy limitada. De esta manera, las iniciativas pueden ser poco efectivas y generar efectos poco sostenibles.
Lo ideal es que estas iniciativas respondan a un diagnóstico que priorice las necesidades de la comunidad. También, que la ejecución se haga siguiendo un plan de implementación con objetivos, metas y responsabilidades definidas; y que sea monitoreado regularmente para atender cuellos de botella oportunamente y obtener aprendizajes para el futuro. Además, debe existir un sistema de indicadores que se midan y sean reportados periódicamente en distintas etapas del proyecto, incluyendo la medición de los efectos que las iniciativas tienen en la comunidad.
Un trabajo más especializado en esta área contribuirá a que el impacto de estas inversiones sea alto. Además, permitirá consolidar la reputación de la empresa tanto interna como externamente. Internamente, los colaboradores pueden sentirse participes de la generación de valor, lo que fortalece su identificación con la institución y mejora el clima laboral. Externamente, se mejora la calidad de vida de la población y se consolida la sostenibilidad del negocio al afianzar sus vínculos con la comunidad.